La pelota giraba sin rumbo. El Emirates Stadium, expectante, se sumergía en un silencio que no presagiaba nada bueno. En el césped, el Arsenal intentaba encontrar la llave de un partido que se volvía más hostil. No estaban Havertz, ni Saka, ni Martinello. Sin ideas, sin chispa y sin alma, los ‘gunners’ se toparon con un West Ham que, paciente y letal, les propinó un golpe que podría haber sentenciado su sueño de campeonar.
El reloj marcaba el minuto 45 cuando el verdugo apareció. Jarrod Bowen, el alma de los ‘hammers‘, robó un balón en la frontal de su área y desató la tormenta perfecta. Rápido, astuto y mortal, Bowen hilvanó una jugada que culminó con su cabezazo certero, venciendo a David Raya y dejando al Arsenal contra las cuerdas. Un golpe justo antes del descanso, el tipo de puñalada que cambia un destino.
En el vestuario, Arteta intentó revivir a los suyos. El tiempo se agotaba y, con él, la esperanza. Los ajustes llegaron tarde y la presión aumentó. Lewis-Skelly, en su desesperación, cometió el error fatal: una entrada a destiempo sobre Kudus que le costó la roja directa. Con un hombre menos y 20 minutos por jugar, la remontada se esfumó como humo entre los dedos.
El pitido final fue una sentencia. Con esta derrota, el Arsenal se queda al borde del precipicio y el Liverpool, si vence al City, podría alejarse 10 puntos en la cima. La Premier League se escapa y el sueño ‘gunner’ se desvanece entre la frustración y el lamento.